Hoy quiero compartirte algo que a mí me funciona muy bien, aunque pueda parecer una contradicción.

No sé si a ti te pasará, pero este mundo en el que vivimos, en donde la velocidad y la cantidad, a menudo, se confunden con eficacia y éxito, hace que de forma habitual nos encontremos luchando contra el reloj, convencidos de que esforzarse por hacer más, por trabajar más horas, es el camino hacia la productividad.

Pero la realidad es que no es así.

La conocida como Ley de Illich, establece que, más allá de un cierto punto, incrementar las horas de trabajo disminuye nuestra productividad general. Es como intentar exprimir más jugo de una naranja ya exprimida; llega un momento en que no queda nada para dar.

¿Alguna vez has sentido que, después de horas ininterrumpidas de trabajo, tu mente se vuelve borrosa y tu eficiencia disminuye? Cuando trabajamos demasiado, nuestro cerebro se cansa, nuestra creatividad disminuye y nos volvemos propensos a errores. Es un ciclo contraproducente, ya que trabajamos más horas, pero logramos menos.

Y aquí está la clave, en encontrar nuestro «tramo óptimo» de trabajo. Ese periodo mágico en el que somos más eficientes y efectivos, asumiendo que no se trata de la cantidad de horas, sino de la calidad del tiempo que dedicamos a nuestras tareas.

En mi caso no tengo completamente definido este punto óptimo. En el caso de estar solo en casa, probablemente ocurre en algún momento entre las tres y cuatro horas. Hasta las tres horas el rendimiento es muy muy alto, y luego decae. Ahí es donde hay que parar. En el hospital es más complicado, ya que la capacidad de concentrarse en algo sin interrupciones está mucho más limitada, pero probablemente también noto el punto en ese rango, quizá antes si ha habido muchas interrupciones o cambios de foco de atención.

En definitiva, se trata de trabajar de manera más inteligente. De adaptar y moldear nuestros periodos de trabajo y descanso, de la forma más inteligente posible, siempre dentro de nuestras posibilidades, claro. Y es que, en este planteamiento, los descansos juegan un papel crucial, ya que permiten recargar las baterías mentales, y así volver a nuestras tareas con una mente más clara y fresca.

Si tienes un horario flexible, y dependiente de ti, en tu «tramo óptimo» enfócate completamente en tu trabajo. Luego, cuando llegue el momento de parar, detente realmente. Disfruta de tu tiempo libre sin culpa, sabiendo que estás haciendo lo mejor para tu productividad.

Y si no tienes esa libertad horaria, como es mi caso, cuando hayas alcanzado tu límite, vale más irse a hacer un descanso, dar un pequeño paseo, o en el peor de los casos, ponerte a hacer otras tareas que no requieran de mucha atención y creatividad, para que se vaya recargando nuestra mente. Ya volverás después a tus tareas principales.

En ambos casos, estamos limitando de forma consciente nuestras horas de trabajo, por lo que nos obligamos a concentrarnos más intensamente en las tareas que tenemos entre manos. Se trata de dar lo mejor de uno o una misma en un periodo más corto, en lugar de extender un esfuerzo mediocre durante horas interminables.

No te negaré que aplicar esta Ley de Illich me supone en muchas ocasiones todo un desafío, porque requiere que rompa el antiguo dogma de «más es mejor», y abrace uno que valora más la calidad que la cantidad, en un entorno que no cree en este dogma, ni lo facilita. Pero bueno, nadie dijo que fuera fácil, aunque sí mucho más útil, porque mejora mi productividad, y mi calidad de vida.

Y tú, ¿estás de acuerdo con la Ley de Illrich?

Comparte esta entrada del Diario

Hoy quiero compartirte algo que a mí me funciona muy bien, aunque pueda parecer una contradicción.

No sé si a ti te pasará, pero este mundo en el que vivimos, en donde la velocidad y la cantidad, a menudo, se confunden con eficacia y éxito, hace que de forma habitual nos encontremos luchando contra el reloj, convencidos de que esforzarse por hacer más, por trabajar más horas, es el camino hacia la productividad.

Pero la realidad es que no es así.

La conocida como Ley de Illich, establece que, más allá de un cierto punto, incrementar las horas de trabajo disminuye nuestra productividad general. Es como intentar exprimir más jugo de una naranja ya exprimida; llega un momento en que no queda nada para dar.

¿Alguna vez has sentido que, después de horas ininterrumpidas de trabajo, tu mente se vuelve borrosa y tu eficiencia disminuye? Cuando trabajamos demasiado, nuestro cerebro se cansa, nuestra creatividad disminuye y nos volvemos propensos a errores. Es un ciclo contraproducente, ya que trabajamos más horas, pero logramos menos.

Y aquí está la clave, en encontrar nuestro «tramo óptimo» de trabajo. Ese periodo mágico en el que somos más eficientes y efectivos, asumiendo que no se trata de la cantidad de horas, sino de la calidad del tiempo que dedicamos a nuestras tareas.

En mi caso no tengo completamente definido este punto óptimo. En el caso de estar solo en casa, probablemente ocurre en algún momento entre las tres y cuatro horas. Hasta las tres horas el rendimiento es muy muy alto, y luego decae. Ahí es donde hay que parar. En el hospital es más complicado, ya que la capacidad de concentrarse en algo sin interrupciones está mucho más limitada, pero probablemente también noto el punto en ese rango, quizá antes si ha habido muchas interrupciones o cambios de foco de atención.

En definitiva, se trata de trabajar de manera más inteligente. De adaptar y moldear nuestros periodos de trabajo y descanso, de la forma más inteligente posible, siempre dentro de nuestras posibilidades, claro. Y es que, en este planteamiento, los descansos juegan un papel crucial, ya que permiten recargar las baterías mentales, y así volver a nuestras tareas con una mente más clara y fresca.

Si tienes un horario flexible, y dependiente de ti, en tu «tramo óptimo» enfócate completamente en tu trabajo. Luego, cuando llegue el momento de parar, detente realmente. Disfruta de tu tiempo libre sin culpa, sabiendo que estás haciendo lo mejor para tu productividad.

Y si no tienes esa libertad horaria, como es mi caso, cuando hayas alcanzado tu límite, vale más irse a hacer un descanso, dar un pequeño paseo, o en el peor de los casos, ponerte a hacer otras tareas que no requieran de mucha atención y creatividad, para que se vaya recargando nuestra mente. Ya volverás después a tus tareas principales.

En ambos casos, estamos limitando de forma consciente nuestras horas de trabajo, por lo que nos obligamos a concentrarnos más intensamente en las tareas que tenemos entre manos. Se trata de dar lo mejor de uno o una misma en un periodo más corto, en lugar de extender un esfuerzo mediocre durante horas interminables.

No te negaré que aplicar esta Ley de Illich me supone en muchas ocasiones todo un desafío, porque requiere que rompa el antiguo dogma de «más es mejor», y abrace uno que valora más la calidad que la cantidad, en un entorno que no cree en este dogma, ni lo facilita. Pero bueno, nadie dijo que fuera fácil, aunque sí mucho más útil, porque mejora mi productividad, y mi calidad de vida.

Y tú, ¿estás de acuerdo con la Ley de Illrich?

Comparte esta entrada del Diario